Desde muy temprano, los problemas extradeportivos aquejaron a los organizadores canadienses. No sólo el considerable aumento de presupuesto necesario, por motivos de seguridad tras lo acontecido en Munich, sino también por mala administración de los fondos y el boicot de 23 países.
Pese a estar muy lejos, Nueva Zelandia estaba en el ojo del huracán. Su equipo de rugby había hecho una gira por Sudáfrica, que mantenía su política del apartheid. Por este hecho, se pedía que los neocelandeses no viajaran a Montreal. El COI se negó una y otra vez, dejando a más de una veintena de naciones, principalmente africanas, sin juegos.
La estrella de los juegos fue, sin duda, una niña de 14 años. La rumana Nadia Comaneci puso a la gimnasia en el primer plano, llevando a las asistencias más altas de público en la historia de ese deporte. Comaneci fue la primera en conseguir la nota máxima de 10 puntos en su rutina. Y lo logró seis veces más en los mismos juegos, en los que terminó con cinco medallas, tres de oro.
Menos explosiva, pero igualmente exitosa fue la participación del estadounidense John Naber, ganador de cuatro oros en la natación. Su país arrasó con 12 de las 13 medallas en disputa en esa disciplina.
El cubano Alberto Juantorena se impuso en las pruebas de 400 y 800 metros planos, un logro inédito. Otro isleño destacado fue el boxeador Teófilo Stevenson, oro en los pesos pesados y leyenda de los cuadriláteros de su país.
Para la historia también quedaron guardados los nombres de los hermanos italianos Raimondo y Piero D'Inzeo, que participaron en la competencia ecuestre, en sus octavos Juegos Olímpicos (desde 1948), una marca sin precedentes. Igual que Bermuda, el país con menos población que gana una medalla. Todo gracias al boxeador Clarence Hill, bronce en los pesos medianos.
El premio al juego sucio podría llevárselo el soviético Boris Omischenko, descalificado en la esgrima por utilizar un traje especial que le permitía contar puntos inexistentes a su favor en el tablero.