En 1931, Berlín y Barcelona competían en el mano a mano por quedarse con la sede olímpica. Los alemanes, que parecían volver a incorporarse a la comunidad internacional dejando atrás la I Guerra Mundial, fueron premiados con el honor de acoger la undécima versión de los Juegos Olímpicos modernos. Dos años más tarde, el partido Nazi llegó al poder y todo el sentido del certamen cambió.
Adolf Hitler quiso utilizar los anillos y la gloria olímpica para demostrar la superioridad de la raza aria, una de sus radicales convicciones. Pero sólo bastó un atleta para el espíritu del certamen se mantuviese puro: Jesse Owens. Owens, por entonces de 23 años, era un atleta negro que no sólo hizo añicos las teorías de Hitler, sino que cambió la percepción mundial sobre los deportistas de color a nivel mundial. Cuatro medallas de oro fueron su cosecha, en 100m, 200m, salto largo y el relevo de 4x400.
Las primeras imágenes televisivas del evento, transmitidas a grandes pantallas en algunos puntos de la ciudad, fueron uno de los notables avances de la cita germana, además de la rápida cobertura informativa sobre las distintas competencias. Así, los berlineses pudieron ver con sus propios ojos las hazañas de los gimnastas Konrad Frey y Alfred Schwarzmann, los mejores en su disciplina.
Las medallistas prococes desfilaron en Berlín. Primero fue la estadounidense Marjorie Gestring, que con 13 años se convirtió en la más joven en ganar una medalla de oro en la historia, al imponerse en el trampolín de los saltos ornamentales. Poco después, la danesa Inge Sorensen ganó bronce en los 200m pecho en la natación, siendo la medallista -de cualquier metal- más joven hasta hoy.
Una de las tradiciones que comenzó en Alemania, fue la travesía de la antorcha olímpica, que desde Olimpia viajó por Europa para llegar a la sede. Hasta hoy la antorcha recorre el mundo en cada Olimpíada.