En el quinto día de viaje ya nos encontramos en Brasil. Así lo habíamos planificado, pues queríamos recorrer con calma Bolivia. Claro que no llegamos al destino pre-fijado (Cáceres en el Pantanal) sino que estamos en el poblado de Vila Bela da Santíssima Trindade, cerca de la frontera con Bolivia.
Una pequeña localidad con unos 5 mil habitantes, que vive de la ganadería y que –al menos en la cara que presenta a los visitantes- no respira la Copa del Mundo por ninguna de sus esquinas.
Llegamos a estas tierras debido a un consejo que nos dieron en San José de Chiquitos cuando revisábamos el mapa de viaje.
“Si salen por Puerto Suárez, para llegar a Cuiabá van a tener que recorrer sobre los mil kilómetros”. Nos dijeron. “Y si van por San Ignacio de Velasco/Mafil, se van a ahorrar al menos unos 300 kms.”.
Así fuimos dejando Bolivia, y luego de devorarnos kilómetros de ruta, sacábamos como gran conclusión que este país tiene un gran potencial en el turismo. Abundan las bellezas naturales y culturales. Además, sus cambios radicales en el entorno, a medida que la vas recorriendo, la hacen muy atractiva.
Nosotros no tuvimos problema alguno con la seguridad; la policía siempre fue deferente; la gente fue muy atenta; el tema de la diferencia de precio en la bencina tiene una razón lógica que aprendimos en San Ignacio: como el Estado la subvenciona, camiones brasileros “secaban” los estanques en los lugares fronterizos produciendo un problema no menor.
Es cosa de que mejoren el servicio; se preocupen de la señalética en la carretera y se promocionen de manera adecuada y tendrán muy pronto su recompensa.
A lo anterior se puede agregar que se come muy bien y barato. Normalmente para los 4, el gasto era entre USD 20 y USD 30. Y al alojar se esmeran en atenderte. Por ello me queda la sensación que volveré a Bolivia a hacer turismo.
Con todo ello en el balance llegamos a la frontera, la despedida oficial fue insólita. Un paso cerrado literalmente con una cadena. Tuvimos que tocar fuerte la bocina, para que dos policías –premunidos con una linterna- nos vinieran a controlar. “No hay electricidad”, nos dijeron, mientras revisaban únicamente mi carnet de conducir.
Cuando supieron que íbamos a la Copa del Mundo se allanaron y nos dejaron seguir de inmediato, dando a conocer que para ellos el candidato es Brasil.
Un par de kilómetros más allá, tal como nos habían anunciado, un segundo puesto fronterizo. Esta vez del Ejército. Aquí sí había barrera y eran cinco los jóvenes (ninguno mayor de 20 años) que nos debían controlar.
Leyeron y anotaron y nos despedimos de Bolivia (sin que nos timbraran documento alguno) y se abrían las puertas a Brasil, por un paso fronterizo por el que circula muy poca gente. Es el paso entre las localidades de Mafil y Palmarito, que una hora después nos llevaría a Vila Bela.
Lo curioso de la llegada es que, también en Brasil, hay dos puestos para chequear los documentos. En el primero, te recibe la policía con cara de muy pocos amigos (todos te saludan con la mano al cinto y te piden mostrar el cinturón para que ellos se cercioren que no andas armado). Y te revisan minuciosamente los bolsos y el auto. No requieren ver papel alguno. Ni de las personas, ni del auto. Sólo quieren saber qué es lo que traes en tus bolsos.
No había una sola bandera. Ni un solo afiche. Nada que dijera que entrábamos a la tierra de la Copa del Mundo.
Nos despedimos y un par de kilómetros más adelante tenemos el control de los documentos. Ya no hay señal telefónica (desde San Ignacio, sólo hubo y con intermitencias en el puesto de la policía brasilera). Todo es muy oscuro y no hay un solo letrero que te dé la bienvenida a Brasil.
Estacionamos frente a un regimiento. Se acerca un soldado armado. Al rato se le suma otro. Entre ambos no suman 40 años. Piden los documentos de cada uno. Los revisan (mejor dicho hacen como que los revisan) y nos dejan entrar. No estampan timbre alguno. Ni en los pasaportes de mis hijos ni tampoco en ningún otro documento. Tampoco queda establecido que ingresamos la camioneta. No llenamos ni un papel.
Ya habrá que ver si esto trae consecuencias. En ese momento, estamos más preocupados en que nos orienten para llegar al poblado más cercano. (los mapas que traía se fueron en Calama con mi mochila en manos de algún desconocido “amante de lo ajeno”).
Empezamos el recorrido y no hay letrero alguno que señale el camino, que ayude a guiarnos. En el medio de la oscuridad a pesar de la noche clara y despejada, avanzábamos y avanzábamos sin ver persona ni casa alguna. Temerosos de haber tomado el camino incorrecto, nos detenemos en un restaurante que ya está cerrado. A los gritos y con la ayuda de media docena de perros que no cesan en ladrarnos, despertamos a una pareja que dicen ser los dueños del lugar y nos queda claro que vamos hacia Vila Bela.
“En 42 kilómetros debieran llegar”, nos dice el dueño.
Arribamos mil metros antes, de acuerdo a nuestro marcador. Y Siguiendo a la “Roja”, entramos a la primera ciudad de Brasil, sin encontrar mención alguna a la Copa del Mundo. Recorremos las calles y no hay nada que nos invite a pensar que estamos a 24 horas de la fiesta que el mundo espera durante 4 años.
Hoy miércoles al llegar a Cuiabá debiera ser diferente.