Llueve, llueve y llueve sobre Río de Janeiro. Las casi 24 horas de agua cayendo –con una temperatura promedio de unos 20 grados- obligan a un paréntesis en las manifestaciones al aire libre que trae la Copa del Mundo.
Por culpa de la lluvia, las playas están desiertas, poca gente camina por la Avenida Atlántica y casi nadie por Ipanema. Todo se vuelca al interior de los centros comerciales y restaurantes, donde colombianos y uruguayos celebran los triunfos sudamericanos de la jornada.
Hace muchos años, cuando visité Libia (y tuve la oportunidad de compartir con el coronel Moammar Ghadaffi) aprendí que la lluvia es un regalo del cielo.
Llevábamos ya varios días de visita a este país del norte de África, recorriendo por tierra diferentes ciudades y reuniéndonos con distintos actores de la comunidad. Buscábamos información para evaluar su candidatura a organizar (junto a Túnez) la Copa del Mundo 2010.
Así fue como llegamos, cansados, a Benghazi, ciudad ubicada en pleno mar Mediterráneo. El programa consistía en una larga jornada matutina y tarde libre. Ya había averiguado y esperaba, junto a un buen libro (a propósito, mi señora que llegó el jueves me trajo el último de Hernán Rivera Letelier, “El vendedor de pájaros”, que está muy entretenido) disfrutar de su playa, sol y arena.
Llegamos y nublado. Al esperado sol lo había reemplazado una llovizna permanente. De esas que no meten ruido, pero mojan.
Saludo a quienes nos reciben y a uno de ellos le digo “qué pena el día…” no alcanzo a terminar cuando me interrumpen y me enseñan para toda la vida: “¿pena? Todo lo contrario. Es un gran día. Esta agua que está cayendo es símbolo de vida. Gracias a ella podremos vivir muchos mucho más”.
Nunca más en mi vida me he quejado de la lluvia. Tampoco aquí en Río.
Lo que hice ayer fue cambiar un buen baño en el mar por ver el fútbol con calma y ponerme al día con muchos correos atrasados.
Así fue como me alegré mucho con el triunfo y posterior clasificación de Colombia. A José Peckerman, el técnico argentino que dirige a los colombianos, lo conozco desde cuando trabajaba en Colo Colo allá por el año 1992/93.
Pekermann al dejar de ser jugador profesional, debió manejar un taxi para ganarse la vida. Hizo el curso de entrenador, buscó su espacio hasta que llegó a Chile. A esa altura tenía muy claro cómo desarrollar un proyecto que permitiera darle un gran impulso a nuestro fútbol.
Discutimos largo de esos temas –y recogí muchos conceptos que después apliqué en las distintas funciones que desempeñé- y ahí forjamos una amistad que fue creciendo cuando compartimos torneos internacionales, yo en FIFA y José siendo el director técnico de las selecciones menores de Argentina y posteriormente de la Selección Adulta.
Siempre caballeroso y atento, entendía que el juego era algo más que la suma de individualidades. Lo que se necesitaba era trabajar en equipo y conseguir que todos se sintieran parte de los logros que se perseguían.
Por ello me alegré con el triunfo de su selección. Porque toda Colombia sufrió cuando se supo que la gran estrella colombiana, Rodamel Falcao no estaría en el Mundial y sin embargo han avanzado a la segunda fase con grandes méritos.
También me alegré con el triunfo de Uruguay. Su técnico Washington Tabarez “El Maestro” es un hombre que transmite calma y serenidad al momento de tomar decisiones, pero también le agrega pasión ante instancias decisivas.
Recuerdo que tras el Mundial de Sudáfrica, viajé con ellos en el chárter que los trajo de regreso a Montevideo tras el cuarto lugar en el torneo. Un avión que demoró más de 5 horas en salir de Johannesburgo y que, al llegar de madrugada a la capital uruguaya, echó por tierra gran parte de la celebración que el pueblo charrúa quería darle a sus jugadores.
A pesar del inconveniente y las molestias del atraso, Tabarez, su cuerpo técnico y los jugadores nunca perdieron la paciencia y tanto en tierra como en el aire cada tanto cantaban “Soy celeste, celeste yo soy”.
Cuando los jugadores supieron quién era yo, se me acercaron Diego Lugano y Sebastián Abreu “A ustedes les debemos una muy grande” me dijeron y ante mi cara de pregunta continuaron “el último partido de la eliminatoria, cuando ya estaban clasificados, lo tomaron muy en serio y al ganarle a Ecuador permitieron que fuéramos al repechaje y ahí clasificar”.
Qué podía contestarles. Nada. Mejor era el silencio pues ¿cómo justificar que las cosas siempre hay que hacerlas en serio?
Por ello me sorprendí cuando ayer un hincha se me acercó y me dijo “Don Harold no tengo entrada para el partido frente a Holanda. Me dijeron que usted ayer andaba con un turro de tickets en el Maracaná y que les repartió a muchos hinchas”. Al principio me reí, después sopesé el peso de sus palabras.
Obvio que es una leyenda más de las que teje la gente. Tenía los tickets que conseguí para ver con mi esposa e hijos el partido y cuando busqué más para algunos amigos vi los precios exorbitantes que se pagaban (me consta que hasta 730 mil pesos llegaron a pagar … lo que valía unos 100 mil pesos) que lo encontré de tal locura que me olvidé del tema.
Vale mucho el haber estado presente en Maracaná la tarde del miércoles, pero no a cualquier precio. El sentido común no puede desaparecer nunca y eso le dije a este hincha anónimo.
Me habría gustado también explicarle esta situación a los que –desesperados por ver a la Roja- hicieron caso omiso a las normas de seguridad y terminaron la fiesta de la Copa del Mundo de la peor manera: con tarjeta roja y repudio universal.
Porque esos 88 descontrolados le han hecho un daño muy grande al país. Han aprovechado la vitrina de Brasil 2014, para opacar la alegría de la victoria frente al campeón mundial.
Leo que algunos le han pedido perdón a Brasil por su comportamiento. ¿Y no debieran también pedir perdón a sus compatriotas por el daño que nos han hecho?
Pues es para mí una tristeza muy grande ver en los informativos mundiales, como el nombre de Chile lo mancharon menos de cien individuos.
Tal vez por eso llovía tanto aquí en Río: en una de esas el cielo carioca también se apenó de que algunos desubicados le aguaran la fiesta a todo un país.